A veces escuchamos: La vida es una lucha… Somos guerreras… Vale la pena vivir…

Percibo que cuando miramos la vida como una batalla en la que hay que dejar el alma por ganar, matar o morir, nuestro entorno se vuelve denso, oscuro, solitario; el silencio aturde y vemos al otro como un enemigo al que hay que enfrentar o de quien debemos huir.

Siento que esta perspectiva de la vida, esta perpetua desconfianza, este estar en guardia o a la defensiva en muchas ocasiones nos conduce a un estado de desasosiego, de constante fatiga.
El dolor impregnado en la piel asfixia el amor, el temor nos vuelve vulnerables o reactivos, nos impide soltar el control y desplegar las alas al viento en un vuelo sutil. Ese delicioso planear que nos lleva a explorar y observarnos, a abrazar el mundo humano, a poder discernir, compartir, a descubrirnos en la energía amorosa, el poder ser sin influir.

Es por eso que aunque, a veces, la vida no parezca el sueño en rosa que anhelamos vivir, sé que de colores se viste la tierra en la primavera, que tras una tormenta viene la calma, que el ocaso de cada día es tan solo un corto ciclo que trae otro amanecer.

Intento transcurrir mis días en un devenir sorprendente y multicolor. Tomo de cada uno de ellos, la porción que me sienta bien; mi preferida es verde esperanza.