Hace poco, en el “Parque del Conocimiento” de la ciudad de Posadas, Misiones, una opereta levantó del pasado una historia que no envejece.

Una historia que se instaló en el aire, en la música y en las voces, para recordar lo que llevamos dentro y muchas veces evitamos mirar.

Frankenstein no es solo un monstruo. Es un vacío que se llena de silencios y abandono, una presencia que reclama ser reconocida sin disfraces.
No llegó con maldad, sino con una urgencia primaria: comprender, pertenecer, ser mirado sin miedo.
El rechazo fue la herramienta que le enseñó a construir muros, no a tender puentes.

En nosotros, siglos después, esa figura se multiplica en formas menos visibles, más complejas. No son monstruos de laboratorio, sino heridas cotidianas, ecos persistentes de ansiedad, cansancio y desconexión. Porque nacemos muchas veces sin tiempo para ser, sino solo para parecer; sin espacio para sentir, solo para actuar.

Estar dispersos, ausentes de nosotros mismos, confundidos por las expectativas externas, simulando y pretendiendo vidas que no son propias, es la forma más sutil y —extendida— de invisibilidad.

El cuerpo advierte, se cansa, se resiste. Pide pausa, reclama con urgencia ser auténtico, ser sano, ser libre.

El arte, como un gesto imprevisto, nos detiene y nos invita a mirarnos. En la escena, en el texto, en la música, reconocemos fragmentos de nuestra complejidad que, como astillas, se nos incrusta en la piel y ruega nuestra atención; a veces nos despierta del letargo.

No se trata de monstruos a eliminar, sino de paisajes internos que comprender y a veces reconstruir.

Frankenstein no ha muerto, porque no necesitamos derrotar sombras, sino aprender de ellas.
Y en esa tensión, si somos capaces, hallamos espacio para la calma, para la verdad que nos sostiene y que nos aleja de la figura de turistas o pasajeros ajenos en nuestras propias vidas.

Hoy, lo que fue marginado vuelve a aparecer, transformado y desafiante.
En nosotros coexisten formas nuevas, posibilidades inesperadas.
Lo que decidamos sembrar en ese terreno —con honestidad y valentía— marcará el rumbo.

Ser auténticos es el acto de rebeldía que nos permite seguir construyendo, no solo sobrevivir.