A veces, casi como expertos en psicología, aunque no muy convencidos, decimos: tenés que resignar, entregar, soltar, dejar ir lo que debe irse. Cuesta; sí que cuesta, siempre es duro y nos duele, sin embargo, tan real. ¡Oh!, sí. Así me lo mostró el más hermoso de mis árboles de lapachos del patio. Tengo la impresión de que él, más que por sí mismo, estaba preocupado por mí, sabía que lo amaba, que me sentía muy orgullosa de él.

Al salir al parque lo vi quebrado, malherido. El más alto de sus brazos, el que daba forma a una pomposa y altiva copa, ahora reposaba inerte sobre la tierra.

Con mucha fuerza, la noble rama sostenía su dignidad, sus desplegados gajos, sus miles de hojas, vainas de semillas y sus últimas dulces flores amarillas. Esas florecitas que cada nuevo día invitaban a los picaflores a libar su néctar.

La noble rama, sin desprenderse aún, apuntalaba al árbol del que todavía era parte, como los jilgueros con su canto armonioso. Ella, la más alta de las ramas del árbol, supo hacerse amiga de las chicharras chillonas que cantan al sol y mimetizadas en su piel de árbol, disfrutan el verano hasta cambiar de caparazón porque han crecido y deben irse sin guardar nostalgia en busca de una nueva vida; también danzó con mariposas blancas y con cientos de insectos que la visitaban. Por sobresalir entre sus hermanas -ramas más pequeñas- tenía asignada la tarea de vigilar, de mirar al cielo y describir sus cambios, de dar la voz de alerta cuando se acercaba una gran tormenta, de ser la primera en mecerse al compás de la brisa de la madrugada y dar paso al sol, para que al ingresar despierte a la vida un sano follaje. Durante las noches de luna llena zarandeaba la copa, y así, anunciaba a cientos de vainas que debían abrirse, soltar las semillas y madurar nuevos brotes. Hasta hoy fue destino de paso de muchas aladas en el revoloteo de mañanas o tardes; y claro, fue hogar de tantas aves que la eligieron para hacer sus nidos y brindarle la dicha de ser cómplice de los flamantes padres al animar a los críos a saltar al aire y grabar en la memoria el valiente vuelo del pichón salvaje.

Tal vez, muchas otras aves, solamente la conocieron al detener su vuelo durante alguna siesta de sol y humedad asfixiante, o posiblemente un día de tormenta tan clásica del misionero verano. A seres de la tierra que nadie vio o, ni se dieron cuenta de su importante existencia para el mundo de nosotros los seres humanos, ella, la más alta rama del viejo lapacho, les hizo un espacio para aflojar sus cuerpos durante largas noches de intenso frío, de lluvias copiosas, de pegajosos veranos. Junto a ella, en silencio durmieron, cambiaron de piel o pasaron de ser pequeños huevos a orugas hambrientas y tiempo después, mariposas bellas. Todos esperaban sentir el calor o ver la luz del día, siempre suavizado al pasar por la más alta rama del señor lapacho. ¡Ah!, casi me olvido de contarles que una oscura noche, de un mes de mayo, al ver el firmamento sin ninguna estrella, la más alta rama del mi bello lapacho amarillo silbó y volvió a silbar, conmovida agitaba sus hojas; sí, despertó a las otras que desde más abajo no veían nada y confiadas en el llamado de lo alto, el vaivén imitaron y juntas silbaron, silbaron tan fuerte que atrajeron a las luciérnagas del campo y todos despiertos esa noche, que ya no era oscura, se animaron a dar unos vuelos y pasos de baile, a cantar, a revolotear gozando de horas de fiesta. El jubiloso barullo se escuchó hasta en el cielo, y la luna, que pretendía dormir hasta más de la una, despertó. ¡Sí, despertó! Se abrió paso entre las nubes, de un salto bajó hasta la más alta rama del viejo lapacho, la miró con cara chata de luna blanca. Observó a todos lados con sus enormes ojos y, sin vergüenza, extendió los brazos pidiendo a la rama que le enseñe los pasos de tan bonito baile.

Ver así a mi querido árbol me estrujó el alma, devolvió a mi corazón todos estos recuerdos que hoy aquí les cuento.

Ese día no pude contener las lágrimas que a borbotones rodaron formando parte del aire, del dolor, del miedo y, que hasta mis pies llegaron para regar el suelo. Intenté socorrerlo, quise entablillar su agonizante brazo herido. Al verme, ya casi sin fuerzas, lentamente se tendió en el césped, sin miedo, aceptando su suerte y natural ciclo de vida.

¡Oh, qué horror! Cómo no poder ayudarte, le dije mientras la abrazaba, intentando calmar mi angustiado llanto. Ella sintió el desconsuelo y siendo aún parte del viejo lapacho, unido por las últimas fibras de madera y corteza, al estremecerse con el dolor de su media madre, hamacó mansamente a las otras ramas y de ellas cayeron a mis pies minúsculas especies de insectos que jamás había visto, flores, semillas, y hasta un diminuto colibrí extendió sus alas y alzó vuelo. Sentí y fui testigo de que a su manera y con su último aliento pretendía mostrar que aun en ese instante, antes de morir como rama de árbol, de él aún brotaba nueva y mágica vida, que si yo pudiera entenderlo sabría que seguiría siendo en cada una de ellas. Volvió a enseñarme. Sin aferrarse, confiando y soltándose a su destino. Así, pude ver tan claro, solo son ciclos que cambian, que todo continúa, que regresa la calma y sigue la vida.

Ilustrador: Juan Carlos Nuñes