Qué me va a contar, muchacho, del río Uruguay, sus fronteras y su gente; si cuando aprieta el hambre, el hombre de la ribera que ve el horizonte cerca, se lanza al río en busca de una santa pesca.
¡Shhh! Haga silencio y sienta: de lejos se escucha el palear de los viejos remos que golpean mansos las aguas a distancia de las correderas.
Le aseguro, que el amigo de la canoa hoy tampoco ha probado bocado, y aunque le pica el bagre y le chifla la panza flaca, el último plato de reviro se lo ha dejado a sus críos para que marchen con fuerzas a pie ligero -dejando huellas en el barro colorado, formando una graciosa hilera- y no falten a la escuela.

Hoy el flaco salió temprano, con luz muy clara de luna llena para aprovechar su energía, porque, aunque él no es letrado en las aulas, la vida le ha enseñado a leer la naturaleza. El buen hombre siente, como creencia de fe, que esta luna le acercará abundancia o, al menos, eso desea.

Sabe, oficial, desde antes del alba viene y va entre los espineles, engancha carnadas y oliendo al viento, pide en sus ruegos que la pesca sea buena. El hombre mantiene la espera y una mansa paz lo acompaña mientras el sol levanta el vapor del agua. Oiga el ritmo sereno, como canta en el eco cadencioso del plac…, plac…, “hoy se puede tender la mesa”. Vea en la sonrisa que le brilla de oreja a oreja, parece que está gritando: “¡que se prendan los braseros, que el canoero se acerca con la pesca milagrosa de este domingo en que el hambre aprieta! Trae bogas, sábalos, pacúes y hasta un par de dorados, ¡algunos para la cena y otros para la venta!”.

No se pierda ese detalle, amigo. Vea: con el consuelo en las manos y el orgullo en la frente hace una venia al Altísimo que nunca le falla, que aprieta, pero no ahorca, porque él sabe que fue un milagro, y a Dios Padre agradece que le haya hablado al oído y le haya mostrado el sitio donde se baña la luna, para justo ahí tirar la red y recoger los anzuelos de los espineles flotantes cargados de santa pesca.

Sepa usted, joven oficial, que los pescados que durante la cena no caigan a las barrigas o se vendan colgados al palo pasarán al ahumadero y dará comienzo la bonanza.
De la pesca de luna llena, de este domingo de Pascua, se hablará el año entero. ¡Muchos querrán tener la misma suerte!

Por eso le digo, mi jefe: yo pienso que los peces y los ribereños no entienden de límites ni de fronteras; ellos son libres en las aguas, nadan o cruzan de orilla a orilla, sin preguntar de qué patria es la costa o quién el dueño del río. ¡Eso no es contrabando! ¡Vaya a mirar a otra gente! Deje por favor, señor, su moto de agua un rato; mejor, no le vaya con leyes que no entienden.

Son las cuatro de la tarde, los niños ya regresaron y corren como pollitos con su madre hasta la orilla. Su padre regresa y ellos lo saben porque de lejos con su silbido les viene anunciando: vuelvo cargado y necesito ayuda de todos para subir con la pesca hasta el rancho.

Esta noche, cuando salga la primera estrella, sentados junto al fogón, podrán llenar la panza y hasta chuparse los dedos saboreando el chupín de bogas que los tenía desacostumbrados.

El marinero porteño, en su segundo día en Puerto de Alba Posse, hipnotizado con el juego de los rayos de sol sobre las aguas del Uruguay, quiso saber quién era el sabelotodo que le hablaba casi al oído. Giró la cabeza y levantó la vista. Miró a su alrededor buscando al hombre; no vio a nadie que le soplara. Turbado, advirtió que había dejado el sillón de su escritorio, que no estaba mirando el hermoso paisaje desde la ventana, que se encontraba parado a orillas del río, que estaba descalzo y con las patas en el agua. Tenía algo en la mano izquierda, apretaba el puño con fuerza; pensó que podrían ser las llaves de la moto o de sus nuevos dominios; al abrirla solo encontró tres pequeñas piedras de colores, las observó al detalle, eran preciosas: una verde, una dorada y otra rosa. Acercó la mano hacia la luz del sol, las piedras chocaron entre sí imitando el sonido de un instrumento de percusión que se expandió en el silencio de la tarde hasta donde se perdía la vista subiendo la corriente del rio.

Azorado con media sonrisa en los labios, moviendo la cabeza de lado a lado, sin poder comprender lo sucedido caminó de regreso a la oficina. Volvió a mirar las piedras y las guardó en el bolsillo con ganas de continuar la charla.

Ilustrador: Juan Carlos Nuñes