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—aquellos que el barro no arrasa—

Yo estuve ahí. Recuerdo el olor del aire antes del trueno.

Recuerdo cuando la tierra tembló, cuando la lluvia dolía, cuando el barro pretendió arrasarnos… y no pudo.

Recuerdo cuando el viento cantó nuestros nombres al cielo.

 

Con las amigas —como siempre—, apenas la lluvia dio tregua, salimos a recorrer historias mojadas.

El aire olía a monte salvaje.

La tierra, en rojo ferroso, se desangraba en múltiples enchorradas que, siguiendo la pendiente, se lanzaban al abrazo eterno del impetuoso Paraná.


Así, el entusiasmo —sin que pudiéramos darnos cuenta— nos condujo hasta el portal sin cerrojo.

El guardia nos dejó ingresar.

Desde el aire se descolgaba un perfume a animal, a estrés, a música venida de otra parte.


El “Campo Base” invitaba al evento ecuestre.

El aire olía al frío sudor de animales, ahora en calma.

Habían dado un espectáculo. Necesitaban descansar.

Con entrega, la alazana caminó al lado del cuidador hasta el estud que la esperaba con alimento, abrigo y quietud.


El aire olía a tensión.

Del cielo se desprendían lágrimas que no mojaban —lágrimas que, como lanzas, se incrustaban helando la piel.

El silencio zumbaba al ritmo de una música venida de otra parte.


La alazana, mansa, permitió que el pequeño hombre retirara su ataviado traje de gala.


La tormenta no había terminado de decir su última palabra.

Apenas un respiro —una tregua mentirosa— y volvió con ímpetu, girando sobre sí misma, agitada, voraz.

Un ciclón se alzaba desde el horizonte, empujando el monte, los corrales, el río.


Dentro del establo, el aire se volvió denso.

La potranca, que hasta entonces masticaba en calma, se crispó de golpe cuando una turista —apremiada por el tiempo, el ego y la urgencia de registrar su paso, impertinente como una ráfaga— se deslizó dentro del establo y disparó su cámara.

El flash fue como un relámpago a destiempo.

La bestia relinchó, pateó el suelo, se alzó dando manotazos al aire.

Isla, la más tímida de las tres amigas, se encogió detrás de un canasto de heno.


Las piernas le temblaban, pero su corazón amoroso — acostumbrado a calmar el llanto de un ser frágil — comenzó a entonar una canción infantil.

Una melodía que hablaba de cielos claros y animalitos dormidos.

Cantaba bajito, pero firme.

Y la yegua, de a poco, dejó de sacudir la cabeza.


Mientras tanto, Paloma, que acariciaba al potro tobiano —tan blanco como su viejo montado, perdido hacía años— sintió el cambio en el aire.

El potro resopló, giró sobre sí mismo, y alzándose en dos patas golpeó sin querer a la turista, que cayó al suelo entre el eco de un chillido.


La tercera amiga, Nube, corrió hacia la mujer caída.

—¡Respirá! —le susurró, mientras la ayudaba a incorporarse.

Luego, sin pensarlo dos veces, salió del establo.

La lluvia regresaba como una muralla gris.

Corrió en busca de ayuda, mientras el ciclón, furioso, empezaba a rodear el campo.


El establo temblaba, pero no caía.

Las ramas crujían, los techos resistían, el agua corría a torrentes buscando su cauce.

Y allí, en medio del viento desatado, de la tierra abierta y del aire partido por relámpagos, quedaron ellas: las tres amigas.

Una calmaba con su voz.

Otra sostenía con sus manos.

La tercera corría con el alma abierta.


Cuando al fin el cielo se aquietó y el barro comenzó a asentarse, volvió el silencio.

Un silencio distinto al de antes, uno con memoria.

La yegua alazana, ya en su rincón de heno, respiraba profundo.

El potro tobiano, aún nervioso, buscaba caricias con la frente.

Y la turista, con el orgullo herido y el cuerpo dolorido, aceptaba -con un sentido: ¡Gracias!- el abrigo que alguien le había tendido.


Hay tormentas que vienen de afuera, con nombre de ciclón.

Y otras que nacen adentro, en forma de miedo, de egoísmo, de esa necesidad urgente de tener compañía aunque no haya verdadera amistad.

Esa amistad que no se dice pero se siente cuando alguien canta bajito para calmar lo que no entiende, cuando alguien acaricia sin pedir, cuando alguien corre por otro, sin juicio ni medida.


El egoísmo y la generosidad también tienen formas de viento.

La tempestad ruge y arrasa, pero la calma —esa que habita en las almas nobles— sabe esperar.

Hay personas que están solo por necesidad de no estar solas, y hay otras que son hogar.

Y en medio de todo: el duelo por las relaciones que ya no son, el recuerdo de lo que fue, la ironía de lo perdido, la alegría simple del refugio, el perdón sin palabras, el amor que alienta.

 

El aire, ahora, olía a barro tibio, a caballo cansado, a lluvia vieja, a canción.

El río seguía abajo, en su abrazo eterno.

Y ellas —las amigas— seguían ahí. No iguales, pero más juntas.


Porque algunas historias no se olvidan.

Se quedan en el cuerpo como el olor a tierra mojada,

como la voz de una amiga que canta, que sostiene o corre en busca de auxilio cuando todo tiembla, como el viento que vuelve —una y otra vez— a recordarnos quiénes somos.

 
Ilustración de Juan Carlos Nuñes
Publicado en el Diario Primera Edición